jueves, 15 de abril de 2010

Una bofetada a tiempo.

Una bofetada a tiempo.

Con este título Carlos González en su libro “Bésame mucho” (Ed. Temas de Hoy) hace una brillante defensa del rechazo a cualquier castigo físico como método educativo.

Gonzalez plantea la siguiente situación de conflicto familiar.

Jaime se considera un buen esposo y un padre tolerante, pero hay cosas que le hacen perder los. estribos. Sonia tiene un carácter difícil, nunca obedece y encima es respondona. Se «olvida» de hacerse la cama, aunque se lo recuerdes veinte veces. Es caprichosa con la comida; las cosas que no le gustan, ni las prueba. Cuando le apagas la tele, la vuelve a encender sin siquiera mirarte. Te coge dinero del monedero, ni siquiera se molesta en pedirlo por favor. Interrumpe constantemente las conversaciones. Cuando se enfada (lo que ocurre con frecuencia), se pone a llorar y se va corriendo a su habitación dando un portazo. A veces se encierra en el cuarto de baño; en esos momentos, ningún razonamiento consigue tranquilizarla. De hecho, una vez hubo que abrir la puerta del baño a patadas. Pero lo que realmente saca a Jaime de quicio es que le falte al respeto. Anoche, por ejemplo, Sonia cogió unos papeles del escritorio para dibujar algo. «Te he dicho que no cojas los papeles del escritorio sin pedir permiso», le dijo Jaime. «¿Pero qué te has creído? ¡Yo cojo los papeles que me da la gana!», respondió Sonia. Jaime le pegó un bofetón, gritando: «¡No me hables así. Pide perdón ahora mismo!»; pero Sonia, lejos de reconocer su falta, le plantó cara con todo desparpajo: «¡Pide perdón tú!» Jaime le volvió a dar un bofetón, y entonces ella le gritó: «¡Capullo!» y salió corriendo. Jaime tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse y no seguirla. En estos casos es mejor calmarse y contar lentamente hasta diez. Por supuesto, Sonia estará castigada en casa todo el fin de semana.

Este autor nos plantea un ejercicio de reflexión que les propongo a continuación. Supongamos que Sonia, la protagonista de este incidente, tiene 6 años y que Jaime es su padre. Probablemente pensaremos que ésta es una de esas situaciones en que es comprensible que a un padre “se le vaya la mano”, y que si tiene este comportamiento es porque es una malcriada y no se le ha dado una bofetada a tiempo.


Pero ¿qué pensaríamos si Sonia tuviese 16 años? Es muy probable que nos parecería que es demasiado mayor para pegarle, para obligarla a salir del baño o para exigirle que pida permiso para coger una simple hoja de papel. Pero ¿y si Sonia tiene 30 años y es la esposa de Jaime? Inaceptable el trato que recibe de su marido ¿verdad? Nunca trataríamos así a un adulto ¿por qué la violencia es más aceptable cuando la víctima es un niño?

Sigamos imaginando… supongamos que Jaime no es el padre de Sonia, es un amigo de la familia que tiene a Sonia viviendo en su casa porque sus padres disfrutan de un mes de vacaciones en pareja… De nuevo, el comportamiento de Jaime nos parece abusivo. Lo más probable es que la familia perdiera a Jaime como amigo para siempre. ¿Por qué la violencia nos parece más aceptable cuando viene de un padre? Debemos ser sinceros con nosotros mismos, nuestra sociedad es intolerante con la violencia pero lo es menos cuando el agredido es un niño, y el agresor un/a padre/madre. Como también lo es cuando el agresor es otro niño.

Supongamos que su hijo de nueve años al salir del colegio se enzarza en una pelea con un compañero de clase, uno empuja al otro, y el segundo responde con un puñetazo, acaban los dos revolcándose por los suelos. A no ser que estas peleas de nuestro niño se repitieran o acabaran con lesiones graves, lo más probable es que pensemos “son cosas de niños”, e incluso le recriminemos que no sea tan llorón y que plante cara. Pero supongamos que los protagonistas son dos compañeros de su oficina, la pelea podría acabar con una denuncia en el juzgado por agresión.

Es verdad que la burla, la humillación, el insulto… son formas más dañinas de agresión para el niño que una bofetada “flojita” de tarde en tarde. Pero eso, tampoco, no la justifica.

El niño que a los ocho años recibe una buena bofetada de sus padres aprende que los conflictos se resuelven a golpes y que los fuertes pueden imponer sus puntos de vista sobre los débiles. Entonces ¿somos malos padres porque alguna vez hemos pegado a nuestros hijos? ¿O porque les hemos pegado muchas veces? ¿Sufrirá su hijo un «trauma» por aquella vez, hace doce años, que perdíó los nervios y le pegó? Lo verdaderamente importante no es si la bofetada es o no un método educativo eficaz, o incluso podría ser inocuo. Simplemente es una cuestión de principios, hay cosas que no se hacen. Pegar a otro es atentar contra la dignidad de la persona.

Si alguna vez «se nos va la mano» con nuestro hijo, hagamos exactamente lo mismo que haríamos si nos ocurriera con un adulto: Primero procurar por todos los medios que eso no ocurra, después, reconocer que hemos hecho mal y, muy importante, pedir perdón a la víctima (nuestro hijo). De esta forma no se pierde autoridad, más bien, todo lo contrario, nos convertimos en verdaderos merecedores del reconocimiento de esa autoridad por nuestro hijo, y en un magnífico modelo para ellos.



C.V.G. (Psicóloga col. Nº CV02211)