martes, 23 de marzo de 2010

Falsas causas de sus conductas.

Falsas causas de sus conductas.

Los adultos solemos tener la “costumbre” de calificar y justificar el comportamiento infantil, especialmente sus conductas problemáticas, de tal modo que no ayuda en nada a la solución de sus problemas.

Es muy habitual que demos explicaciones inadecuadas y demos por verdaderas causas de su comportamiento que son falsas e inexactas. Con ello no sólo contribuimos a la desorientación de los padres sino, además, y como consecuencia, tampoco contribuimos a que el comportamiento del niño cambie, más bien, todo lo contrario, contribuimos a que se perpetúe, como veremos a continuación.

Por ejemplo, cuántas veces, cuando un niño tiene miedo a los perros, hemos oído afirmar a sus padres “…es que como yo de pequeña tenía miedo a los perros…”. Comentarios de este estilo son muy frecuentes. No solo no es verdad que el niño tenga miedo a los perros porque lo “ha heredado” de su madre, más bien lo ha aprendido, sino, lo que es peor, con este tipo de comentarios ante el niño se contribuye a que cada vez tenga más miedo.

Otras veces se recurre como causa explicativa al destino de cada uno, a su peculiar manera de ser, difícilmente modificable: “…es que lo lleva en la sangre” “…es que tiene ese genio”, “…cuando se pone de esta manera no hay quien…”. También en numerosas ocasiones se recurre al componente hereditario de la conducta, cuando, hasta el momento, los científicos tienen serias dudas sobre la transmisión hereditaria del comportamiento. Con demasiada frecuencia se recurre a falsas causas como: “…se le parece a su padre…”, “…yo de pequeña también…”, “…también su hermano hasta bien mayor…”.
Consecuencias para el niño.

Se contribuye a que padres y educadores aprendan a aceptar al niño “cómo es”, como se le describe, como un niño que necesariamente ha de ser así, y poco o nada se puede hacer para evitarlo.

Por su parte el niño, escucha los comentarios de sus padres, familiares y profesores y aprende a “verse a sí mismo” de este modo, cómo lo describen: “Es que él es así, es un…”, “se parece a…”. Estas actitudes y comentarios se repiten tan a menudo que el niño acaba por creer que es así. Como consecuencia actuará como tal, manteniendo su conducta problemática, identificándola como “su manera de ser”. No hay nada que motive al niño a cambiar, piensa: “¿para qué si yo soy así?”.

Aunque el niño se dé cuenta de que su conducta no es la adecuada, no tiene los recursos necesarios para cambiar si los adultos se limitan a justificar su comportamiento. No sólo eso, además los adultos acabarán por dejarlo por imposible hasta que espontáneamente cambie, hasta que “se haga mayor”, “cambie su naturaleza”, “la vida le obligue a cambiar”…

Evitar etiquetarles.

Otra de las falsas causas que contribuyen a mantener los problemas de conducta infantiles es ponerles etiquetas. “este niño es malo…, tímido…, torpe…, hiperactivo…”.  El problema de utilizar estos calificativos es que cada uno de estos términos puede tener muchos significados. ¿Qué es un niño malo? Sería muy difícil que nos pusiéramos de acuerdo sobre qué es la maldad. ¿Qué es un niño torpe? Puede ser torpe para determinadas asignaturas pero ser muy hábil en otras. ¿Qué significa que es hiperactivo? Que se levanta muchas veces en clase, que no para de correr en el patio… ¿y cuántas veces ha de levantarse para ser hiperactivo?.

Por otro lado, cuando se etiqueta a un niño con un término negativo se tiende a olvidar que también realiza conductas positivas y adecuadas. Un niño puede ser “malo” según los padres, pero al mismo tiempo puede ser cariñoso. Un niño puede ser “torpe” pero tener una voluntad de hierro o ser muy obediente.
 


C.V.G. (Psicóloga col. Nº CV02211)

miércoles, 3 de marzo de 2010

Libertad y autoridad.

Libertad y autoridad.

Hoy día se sabe que es equivocado contraponer, como generalmente se hace, la libertad y la autoridad como si fueran dos modos de educar opuestos. Desde su nacimiento para ayudar al niño en su desarrollo hay que asegurarle cierta libertad en sus actividades, y al mismo tiempo, hacerle sentir que ejercemos sobre él cierta autoridad, pues con ello le damos seguridad. Libertad y autoridad son dos necesidades complementarias para el niño.

Necesita que le dejemos en libertad para moverse por la casa, correr al aire libre, que pueda elegir si le gusta o no jugar al balón o las cartas, si quiere comer zanahorias o llevar un jersey rojo. No interferiremos siempre que no se perjudique a sí mismo ni a los demás. Debemos respetar el momento o la edad en que se despierta su deseo y sus medios y capacidades para caminar o leer.

Pero el niño necesita también, ejercitar su libertad dentro de ciertas reglas. Las espera de los adultos para sentirse seguro. Necesita que con nuestra autoridad le hagamos cumplir esas reglas. Si no es así, se siente desconcertado. Porque debemos tener en cuenta que el niño no nace sabiendo lo que debe o puede hacer y lo que no. Necesita que sus padres le guíen ejerciendo su autoridad como padres, es decir, poniendo normas y límites y ayudándole a cumplirlas.

Por sorprendente que parezca, en realidad, el niño siente esa autoridad como algo natural y es profundamente sumiso a ella, aún cuando de momento responda con un “no” a nuestros requerimientos. Estos accesos de oposición son, sobre todo entre los 2 y 3 años, una manera de expresar su independencia. En la mayoría de las ocasiones ganaremos en autoridad con simplemente no tomarlos en serio.

Muchas veces somos los padres y educadores quienes destruimos nuestra propia autoridad. La perdemos prohibiendo y ordenando continuamente mil detalles de su comportamiento sin ser realmente necesario: “Ponte derecho”, “siéntate bien”, “no juegues con el tenedor”, “deja ya de moverte”… O amenazando con mil castigos que no llegamos a cumplir: “”si no paras te doy un tortazo”, “te quedarás sin cenar”, “si no me das la mano te quedarás sólo en el parque”…

La perdemos también gritándoles, enfadándonos en exceso, lamentándonos, discutiendo nuestras normas con ellos, riñéndoles por todo. Como igualmente se pierde autoridad cuando los padres se critican mutuamente en su presencia: “deja tranquilo al niño, no sabes entenderle”, “eres demasiado blanda con él”, o se desautorizan. O cuando nos contradecimos o cambiamos de parecer “por esta vez te dejo”, “vale hoy recojo yo, pero mañana lo haces tú”; o cuando somos injustos, no manteniendo nuestras promesas, o diciendo mentiras o falsas razones porque a nosotros nos interesa.

Por el con contrario, podemos comprobar que la autoridad se acrecienta con una actitud tranquila, paciente y silenciosa, pero firme y constante, acompañada de gestos de cariño y aprobación. La clave reside mucho más en la actitud, en el tono de voz, que en las propias palabras.


C.V.G. (Psicóloga col. Nº CV02211)