miércoles, 3 de marzo de 2010

Libertad y autoridad.

Libertad y autoridad.

Hoy día se sabe que es equivocado contraponer, como generalmente se hace, la libertad y la autoridad como si fueran dos modos de educar opuestos. Desde su nacimiento para ayudar al niño en su desarrollo hay que asegurarle cierta libertad en sus actividades, y al mismo tiempo, hacerle sentir que ejercemos sobre él cierta autoridad, pues con ello le damos seguridad. Libertad y autoridad son dos necesidades complementarias para el niño.

Necesita que le dejemos en libertad para moverse por la casa, correr al aire libre, que pueda elegir si le gusta o no jugar al balón o las cartas, si quiere comer zanahorias o llevar un jersey rojo. No interferiremos siempre que no se perjudique a sí mismo ni a los demás. Debemos respetar el momento o la edad en que se despierta su deseo y sus medios y capacidades para caminar o leer.

Pero el niño necesita también, ejercitar su libertad dentro de ciertas reglas. Las espera de los adultos para sentirse seguro. Necesita que con nuestra autoridad le hagamos cumplir esas reglas. Si no es así, se siente desconcertado. Porque debemos tener en cuenta que el niño no nace sabiendo lo que debe o puede hacer y lo que no. Necesita que sus padres le guíen ejerciendo su autoridad como padres, es decir, poniendo normas y límites y ayudándole a cumplirlas.

Por sorprendente que parezca, en realidad, el niño siente esa autoridad como algo natural y es profundamente sumiso a ella, aún cuando de momento responda con un “no” a nuestros requerimientos. Estos accesos de oposición son, sobre todo entre los 2 y 3 años, una manera de expresar su independencia. En la mayoría de las ocasiones ganaremos en autoridad con simplemente no tomarlos en serio.

Muchas veces somos los padres y educadores quienes destruimos nuestra propia autoridad. La perdemos prohibiendo y ordenando continuamente mil detalles de su comportamiento sin ser realmente necesario: “Ponte derecho”, “siéntate bien”, “no juegues con el tenedor”, “deja ya de moverte”… O amenazando con mil castigos que no llegamos a cumplir: “”si no paras te doy un tortazo”, “te quedarás sin cenar”, “si no me das la mano te quedarás sólo en el parque”…

La perdemos también gritándoles, enfadándonos en exceso, lamentándonos, discutiendo nuestras normas con ellos, riñéndoles por todo. Como igualmente se pierde autoridad cuando los padres se critican mutuamente en su presencia: “deja tranquilo al niño, no sabes entenderle”, “eres demasiado blanda con él”, o se desautorizan. O cuando nos contradecimos o cambiamos de parecer “por esta vez te dejo”, “vale hoy recojo yo, pero mañana lo haces tú”; o cuando somos injustos, no manteniendo nuestras promesas, o diciendo mentiras o falsas razones porque a nosotros nos interesa.

Por el con contrario, podemos comprobar que la autoridad se acrecienta con una actitud tranquila, paciente y silenciosa, pero firme y constante, acompañada de gestos de cariño y aprobación. La clave reside mucho más en la actitud, en el tono de voz, que en las propias palabras.


C.V.G. (Psicóloga col. Nº CV02211)

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